por Ignacio “Zipi” Gonzalez
Algún instinto. Recuerdo de lo que solían hacer. Este era un lugar importante en sus vidas.
- Dawn of the Dead (1978, George A. Romero)
El cuarto episodio de El Eternauta puso en escena a las Invasiones Inglesas, la defensa de Buenos Aires y, al mismo tiempo, blanqueó el legado personal de Juan Salvo como excombatiente en la Guerra de Malvinas. A partir de allí la obra toma otro cariz y profundidad. Ya no es tan solo una relectura de la historia reciente del país, sino una recuperación de las preguntas más primordiales acerca de su origen. Juan Salvo, como personaje trans-temporal, está atado a ese destino.
El episodio cinco, titulado “El paisaje”, inicia con una visión de Salvo enfrentado a su pasado (Guerra de Malvinas) y a su presente (invasión alienígena). El futuro le está signado por una historia que se repite en forma de eterno retorno.
Salvo se despabila en la caja de una camioneta, junto a sus amigos y aliados. El barrio está tomado por una Junta Vecinal a la 2001 que, invocando al fantasma, emplaza sus fierros en los techos de los negocios muertos de un derruido Beccar. Barrio donde Salvo se reencuentra con su hija Clara que, perdida desde el comienzo de la nieve tóxica, ahora descansa segura a causa de un milagro inesperado. La escena, que debería ser de gran alegría, se tiñe de un manto sospechoso. “Ella nos encontró”, repite Elena con una mezcla de estupor y excitación. Él, sin embargo, decide ignorar esos oscuros pensamientos.
Mientras tanto, en lo único que pueden pensar el resto de sus compañeros es en escapar. “Tenemos que irnos a la mierda ya mismo”, dice Favalli con desesperación. El tano intercambia el Chalet de Beccar por una casa rodante.
El grupo emprende viaje hacia el Tigre. Allí, dice Favalli, está su casa en la Isla, que sería “el mejor lugar para resistir”. Un lugar que, estiman, será tranquilo, lejos de todos los problemas que trae el embrollo apocalíptico. Escapan del enemigo, pero también de ese territorio que durante tantos años había sido un cobijo y ya no transmite la misma seguridad ni el mismo calor. Ya no queda nada por salvar ahí.
Igual que las familias aún no extintas de la agonizante clase media argentina, emprenden el mismo éxodo que pobló los countries y barrios cerrados de Nordelta.
La caravana zigzaguea entre autos descompuestos que se extienden como ataúdes de metal sobre una desértica autopista Panamericana. En el camino pararán, sin embargo, en otro tipo de territorio insular: El Shopping Soleil.
De esta forma el episodio no será sobre la aceptación de aquel llamado heroico que vuelve a la memoria de Salvo y se remonta a las Islas Malvinas, sino sobre su incapacidad de atenderlo. Este impedimento se basará en un obstáculo no del todo material sino, más bien, mental: el menemismo cultural de la clase media argentina.
II
El shopping es un tipo de edificio asociado de manera bastante lineal a un tiempo histórico específico: el nuestro. Cabe decir que ni siquiera existían en 1957, cuando la obra original de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López vio la luz. Por lo tanto, la decisión de que este sea el escenario principal de uno de los episodios de la serie, casi 70 años después, es una decisión atendible ya que, como todos los cambios efectuados sobre la obra original, guarda relación con la actualización del relato a la historia reciente del país.
Así como los concebimos hoy, los primeros shoppings aparecen a finales de la década de los 50 y comienzos de los 60. Emergen a la par de la expansión del modelo de consumo a la americana y la penetración de sus marcas a nivel global. Están centrados en el “consumo experiencial”. Esto es, el diseño de un espacio que invite a la persona -transformada en mero consumidor- a permanecer, explorar y disfrutar incluso sin la necesidad de comprar algo. Combinan retail, gastronomía y entretenimiento -patios de comida, cines, juegos- para generar "ecosistemas de permanencia".
Fredric Jameson en su teoría sobre la lógica cultural del capitalismo tardío -el posmodernismo- plantea que el diseño espacial de estos tiempos es muy similar al de los modernos shoppings. Son “hiperespacios” o “espacios totales”: un nuevo tipo de emplazamiento urbano que se caracteriza por su aspiración a ser un “mundo entero”, una “ciudad en miniatura”. Los shoppings son refractarios, lugares independientes de sus ciudades circundantes. Sus entradas están disimuladas, no tienen ventanas que dejen ver el exterior o dejen al mundo averiguar qué pasa adentro. Es imposible transitarlos sin un mapa, culpa de su uniformidad y la simetría que sugieren sus recovecos internos. Los edificios de los shoppings no quieren ser parte de la ciudad, quieren reemplazarlas. Son mundos cerrados en sí mismos. Están hechos para perderse en sus universos inabarcables de objetos y servicios por consumir.
En la Argentina los primeros shoppings aparecen a fines de la década de los 80 y, sobre todo, en los 90. Conforme avanzó ese decenio, estos emplazamientos reemplazaron a los mercados tradicionales. La mayoría de las veces esa sustitución se dio de manera indirecta y en otras, como en el caso del Mercado del Abasto, de forma literal.
Los mercados tradicionales funcionaban como espacios de abastecimiento de productos frescos y artesanías. Su existencia estaba directamente relacionada con las necesidades cotidianas de las familias de los barrios. No solo eran espacios de consumo, sino lugares de encuentro social y, de alguna forma, un reflejo de la identidad gastronómica local y regional. No había grandes marcas ni franquicias, sino pequeños emprendedores y trabajadores que abastecían a su propia comunidad.
Casi lo contrario sucede en los shoppings, que promueven una experiencia mucho más individualizada y de ocio prolongado. No expresan la identidad local y regional, piensan en un consumidor global.
Otro punto sobre el que me gustaría llamar la atención es el de la uniformidad estética de los shoppings. Como bien plantea Beatriz Sarlo en sus escenas de la vida posmoderna, los shoppings son iguales en todo el mundo: solo el papel moneda o el idioma permiten identificar si uno se encuentra en el Soleil de San Isidro, en el Cidade de San Pablo o en el Dolphin Mall de Miami. Sus puntos de referencia son universales: las marcas, siglas, letras, etiquetas, productos, patios de comida…
El centro comercial no exige que sus transeúntes estén atados a ninguna cultura previa o a alguna costumbre local establecida. De hecho, se transitan con mayor comodidad así, desarraigados. Cualquiera que haya caminado alguna vez en un shopping puede hacerlo en otro casi de la misma forma, ya conoce su lógica. “Así, el shopping produce una cultura extraterritorial de la que nadie puede sentirse excluido”, concluye Sarlo. Esa universalidad borra todo malentendido. Su única cultura es la más global de ellas: el consumo, el mercado.
Los shoppings son los primeros mausoleos del credo posmoderno local que fue cifrado en una identificación de los sujetos como consumidores de un mercado global. Eso fue el menemismo cultural.
III
La caravana de Beccar es recibida por los anfitriones de ese festín renovado. “Esto es Disney, hay comida de sobra para varias semanas”, dice el boy scout del capítulo anterior como si fuera el capo del lugar. Verbaliza en esa declaración el sueño idílico de la clase media argentina. El shopping trae a escena esa fantasía inaugurada por el menemismo: la posibilidad del acceso al mundo ilimitado de las mercancías y servicios globales. La entrada al shopping es el umbral que abre para nuestros personajes el paraíso menemista.
Las familias, desarraigadas del mundo tal cual es, pueden habitar sin ningún tipo de estigma ese Edén, reeditar para ellos el sueño de abundancia infinita en esas góndolas a libre disposición. Al hacerse de estos objetos sin esfuerzo -sin trabajo- pueden ya obturar cualquier otra instancia de identificación superior y dejarse librar solamente por una: el consumo.
Algo muy parecido sucede en otra obra del género apocalíptico: El Amanecer de los Muertos (1978). En la obra maestra del cine de zombis de George A. Romero, la acción también está emplazada en mayor parte dentro de un shopping. Igual que en El Eternauta, los protagonistas se refugian en su interior por cuestiones pragmáticas. El aislamiento y el aprovisionamiento de todo tipo transforman ese espacio en una fortaleza inmejorable.
En la película de Romero los protagonistas se someten a un autoaislamiento que se desmorona conforme avanza el metraje. Los personajes intentan vivir una vida normal, incluso formar una especie de familia. Sin embargo, no son más que víctimas de una completa alienación. No pueden evitar sentir que están habitando una farsa, algo insostenible más allá de la realidad material de la satisfacción del consumo infinito. La supervivencia del cuerpo está garantizada en la refracción del shopping, pero resta todo eso otro que los mantiene cercanos a su vida anterior al apocalipsis
En El Eternauta esto funciona de manera muy similar. En especial para nuestro protagonista. La realidad insular del shopping va a demostrarle que no hay posibilidad de vivir en ese aislamiento. Tendrá que habitar en otras islas. Las Malvinas se le aparecen así a Salvo en forma de visiones, pero también como esa realidad urgente que acapara todo el paisaje apocalíptico. Es decir, no son las islas las del escapismo del placer consumista -los shoppings-, sino las de la crisis del “poder ser” nacional.
Mientras nuestros personajes deliberan los movimientos a seguir, la cámara elige posarse en uno de los pasillos del shopping, donde un grupo de infantes son espectadores de una proyección de filmes en formato analógico. En la pantalla se exhibe un documental con imágenes de un Parque de Diversiones.
Uno podría pensar, como vi esbozado en algún que otro comentario, que se trata de una crítica al sistema de conservación de fílmicos nacional: ¿de qué otra forma los niños decidirían entretenerse con un material tan aburrido? Podríamos pensar, también, que Stagnaro hace un guiño a Martin Scorsese ya que en el contexto del shopping, pareciera que del cine solo queda un parque de atracciones: el más hondo de los escapismos. Y es que estos parques, como bien discurre el filósofo Jean Baudrillard, tienen un rol fundamental en la construcción del mundo posmoderno. Son esenciales en la modelación de ese colapso total de lo real y verdadero. Los mundos de fantasía, como los Disneyland, no son ni verdaderos ni falsos. Más bien sirven como elemento para legitimar la “realidad”. Puesto en criollo: cuando uno entra en un parque de diversiones, cree entrar en un mundo diferente al real, uno “escapa” a un universo infantilizado para convencerse de que su propio mundo no lo es.
Esta operación de oposición que Stagnaro pone en escena ayuda a reforzar la sensación de que los personajes, durante su estadía en el shopping, están dormidos o sumidos en sueño. Los adultos creen ocuparse de la amenaza real mientras los niños se entretienen con filmes escapistas. Lo que no saben es que son idénticos a estos infantes: se refugian, por ejemplo, en el alcohol. El enemigo, mientras tanto, sigue afuera y se fortalece.
Cerca del final del episodio la nieve deja de caer. Los personajes, por supuesto, reciben la novedad con jolgorio. Con mucha timidez y desconfianza salen al estacionamiento y descubren que pueden respirar el aire, ya libres de los trajes y las máscaras. La emoción les dura un instante a Salvo y Favalli que caen en la cuenta de que Lucas no aparece desde la noche anterior tras haberse perdido en la búsqueda del “elixir”. Mientras ellos registran los pasillos del shopping para encontrarlo, el resto del grupo ve un auto que se detiene en el estacionamiento. De adentro bajan una triada de sujetos armados y aun enmascarados. Los vemos apuntar. Los escuchamos disparar. La gente corre desesperada y confundida.
Es imposible no recibir con sorpresa y desconcierto esta escena. No solo porque es impactante y terrorífica, sino porque nos parece -y justamente- alienígena. No hay nada de esperable ni común en esa especie de mass shooting. El ataque nos resulta extraño por su método, por cómo elige retratar Stagnaro a los sujetos enmascarados y por lo poco acostumbrado del ojo argentino a situaciones de este tipo.
Los atacantes/terroristas son abatidos luego de haber sembrado el caos y asesinado a una buena cantidad de personas. Ninguno de los protagonistas entiende muy bien cuál fue el motivo de ese accionar ¿Qué llevó a estas personas a cometer un acto tan vil, a llegar a tal grado de deshumanización? ¿Qué es ese mal descarnado que actúa más frío que la mismísima nieve tóxica?
Me es inevitable trazar acá un paralelismo entre este “mal extranjero” o “extraño” y las mayores tragedias del período menemista: los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA, en 1992 y 1994 respectivamente ¿Por qué? Por la cualidad global de aquellos eventos atroces. Lo extraordinario de estos acontecimientos -el hecho de que nunca más sucedió en nuestro país un atentado terrorista de estas características- deja relucir que los 90 no solo fue la consolidación en la Argentina de la lógica cultural del capitalismo tardío, sino que también significó la configuración de Argentina como escenario de las nuevas amenazas globales post-Guerra Fría: el terrorismo y el narcotráfico.
Por esto tiene coherencia que Stagnaro ponga en escena un mass shooting en el mismo episodio donde aborda la preeminencia del menemismo cultural en la psiquis de la clase media. También guarda su sentido que sea Juan Salvo el primer personaje que intuya el origen de este mal: ¿quién mejor que un Excombatiente de Malvinas para entender su naturaleza extranjera y alienígena?
IV
Al final del capítulo aparece Lucas montado a una caravana del Ejercito Argentino: “Ellos vienen de Campo de Mayo, todos estos camiones vienen de ahí levantando gente por todos lados. Júntenlos a todos acá, nos vemos en dos minutos”. Salvo y Favalli se miran absortos. Sobre el estacionamiento del Shopping Soleil yacen decenas de cuerpos recientemente asesinados. Desde adentro de la casa rodante y a través de un vidrio roto, la cámara enfoca a Favalli que observa las ruedas pinchadas por las municiones del reciente enfrentamiento. Comprende: ya no hay posibilidad de escapar a la isla del Tigre. Su rostro se diluye en un fundido encadenado y vemos la caravana militar en marcha. Nuestros personajes se dirigen a Campo de Mayo. Se sumarán a la resistencia.
El Eternauta utiliza el shopping como un poderoso símbolo. Permite a la obra explorar la alienación, el escapismo y la dificultad de la clase media argentina para enfrentar su destino y las amenazas reales en un contexto globalizado. Así, plantea un contrapunto entre esa realidad y una identidad nacional forjada en actos de resistencia histórica, como las Invasiones Inglesas y la Guerra de Malvinas.
¿Qué otra cosa son 1806 y 1807 sino la emergencia de la conciencia histórica de un Pueblo? ¿Qué otra cosa es Malvinas sino la reedición trágica de esa misma conciencia?
Si entendemos, como fue planteado al comienzo de este texto, que El Eternauta extiende su línea temporal hasta rastrear el origen de este Pueblo, debemos entender también que no es solo el Pueblo el que hace estas hazañas, sino que son estas hazañas las que hacen a un Pueblo.
El llamado de Juan Salvo es esta historia que lo persigue a él y también a todos los argentinos.
Si este Pueblo emergió de la Reconquista de Buenos Aires y tomó forma con los acontecimientos heroicos que le siguieron -Revolución, Independencia, Vuelta de Obligado, etc.-, para reconstituirse debe hacerlo donde la batalla por su existencia ya no es una figuración, sino realidad efectiva y urgente. Pervive, sin embargo, un obstáculo en la retina del argentino que obstruye su sentido heroico.
El episodio sigue. Uno de los atacantes/terroristas supervivientes camina entre las desiertas estructuras de la General Paz e ingresa en la oscuridad sombría de un túnel. Un cascarudo lo enfrenta. Se miran fijamente. La tensión se resuelve de la forma menos esperada: el bicho le cede el paso. Más adelante, el asesino de mirada fría y distante no disminuye el paso a pesar del muro de cascarudos que se lo obstruye. La figura oscura del hombre se nos acerca, desapareciendo del cuadro.
La serie elige revelarnos aquí mismo una nueva forma de acción de la fuerza antagonista. El mal extraterrestre ya no actúa desde la completa otredad, sino que aparece enquistado. En el capítulo siguiente, nos enteramos de que esa “infiltración” opera a nivel psicológico. No sabemos todavía la forma en que se instrumentaliza esta manipulación, solo se nos ofrece la breve revelación del “verdadero enemigo” -tal como es capaz de identificarlo Salvo- que pone en funcionamiento a esta masa de individuos desprovistos de su voluntad, instrumentalizados para actuar bajo intereses extraños.
Las ruinas del menemismo siguen ahí. Nuestros shoppings fantasmas que pululan en los alrededores de la Ciudad de Buenos Aires evidencian su deterioro. De todas formas, sus fundamentos culturales perviven en la memoria de la clase media decadente como un Edén material que busca patológicamente. Son una pulsión enquistada que obstruye al instinto comunitario y los llama al escapismo. Así es cómo el verdadero enemigo garantiza el éxito de su ocupación.