Claudia Wilson Gator, por Joaquín Destéfano
Nuestros padres pecaron, y han muerto;
Y nosotros llevamos su castigo.
Lamentaciones, 5:7
Claudia Gator (Melora Walters) es quizás el personaje más manifiestamente roto de todos los que componen la épica sobre el dolor que es Magnolia. Pasa los días en su departamento tomando merca, ensordeciendo su penar con música y la televisión, solamente saliendo a la superficie para volver a su cama con innominados hombres, sin virtudes más que el hecho de estar vivos. Es víctima de violación por parte de su padre cuando era una nena, que es por supuesto daño suficiente; pero de la misma manera en que el oficial Jim es el ángel guardián de todos los personajes, siendo su tarea la de contrastar con las faltas del resto, Claudia parece cargar con el peso de todos los lamentos y deseperanzas del resto. Su cuerpo mismo carga con las miserias ajenas, haciendo que camine a los tumbos, incluso cayéndose en un momento como si estuviéramos viendo una película de Buster Keaton. Es por eso que la película termine con ella es tan importante, porque si en algún sentido Claudia es el Aleph de la tristeza, es importante en lo que termine su historia, y su historia termina en una sonrisa. Es una sonrisa que es el único momento puro de comunicación en toda la película, que atraviesa todo el palabrerío como Lancelot atravesó los barrotes, con las manos sangrando, buscando un momento de trascendencia, de conexión con la Virtud. Jim la visita y, mientras lo escucha, se da cuenta: quizás merece su amor, quizás ella no es una mala mujer, y que si bien la vida no va a dejar de ser difícil, tiene una oportunidad de redención.
La película empieza refiriendo la mentira más grande que tiene para ofrecer el cine: que las cosas redundan en escenarios prolijamente controlados, en donde la casualidad es la fuerza gravitacional que une a todo en pos de una gran revelación, pero lo interesante es que no ocurre eso. En cambio, una lluvia de ranas se materializa en un cielo despejado, para darles a nuestros personajes la posibilidad de reinterpretar su situación.
Algunos, como Donnie, logran conversar sus problemas y quizás reingresar a su vida con otro aire; otros mueren llenos de remordimientos como Earl, y finalmente están los que siguen en el entreacto de su vida, sin nosotros poder estar completamente seguros de que este middle eight pueda otorgarles alguna nueva mirada sobre su vida, o si volverán a vivir como antes. En vez de un final unívoco al que nos tiene acostumbrados el cine, obtenemos la sonrisa de Claudia. Un mínimo gesto que atraviesa las cuatro paredes para recordarnos que, si bien el cine no nos prepara completamente para lidiar con el mundo, y que en la vida nunca las cosas concluyen de una sola vez y para siempre, al final de todo uno atraviesa el barro y termina estando todo bien. Paradójicamente, Paul Thomas Anderson se ve limitado en decir lo que quiere decir por las convenciones y restricciones del cine, pero al final, al despojarse del sonido y la furia y depender únicamente de un pequeño gesto humano cargado de emoción, dice más de lo que la mayoría de los directores pueden esperar decir en sus vidas.
Jim Kurring, por Joaquín Lozano
El amor es la plenitud de la ley
Jim Kurring, el personaje que me convoca, se podría decir que es el más “perfecto” de los protagonistas del film. Un policía cristiano, que es profesional con su trabajo, no consume drogas ni alcohol, es muy amable con Claudia, y que busca tanto el amor que hasta recurre a la TV para encontrarlo.
La presentación de su personaje se divide en dos espacios: su casa y su trabajo, y vemos cómo tanto en su hogar como en la jornada, mantiene una ética: hacer el bien. Su presentación finaliza con un monólogo en su auto, donde ahonda sobre la noción de hacer el bien profundizando en la idea en hacerlo sin lastimar a nadie, cosa que termina de distanciarlo del resto de personajes, ya que todos quieren -o intentan- redimirse o hacer el bien, pero a costa de haber hecho el mal anteriormente. En un sentido cristiano, Jim busca estar lo más cerca de Dios posible.
Específicamente hablando del monólogo, debemos recalcar que arranca en off y termina dentro del auto, in situ. No me parece algo menor, ya que le da una cualidad cuasi omnipresente a Jim Kurring. Y es que si pensamos en el Éxodo 8:2, lo encontramos de manera explícita en su teléfono. “Dejenme un mensaje en el apartado 8-2” dice al final de su aparición en TV -también en off- y esto, sumado a su catolicismo, nos invita a pensar que es el personaje que va a ayudar a los otros a llegar a Dios, o sea, a ser mejores. De esa manera, es que termina encontrándose con Donnie al final del film para ayudarlo a enderezarse y es que saca a Claudia del pozo en que se encontraba, una vez concluída la lluvia de ranas.
Ahora bien, la película muy inteligentemente se encarga de recordarnos y de recordarle a Jim que es, antes que nada, un ser humano con sus propias falencias y frustraciones, y que puede equivocarse. Por eso, cuando conoce a Claudia, “rompe” la ley invitándola a salir. El destino, entonces, lo cruza con El Gusano, aquél hombre del cual el niño le cantó la verdad horas atrás, y lo lleva a un terreno baldío, donde sobrevive de milagro a un disparo. Al tratar de defenderse, pierde su arma y le pide misericordia a Dios, e incluso le pregunta por qué lo pone en esa situación. Dios, de alguna manera, pone a prueba a Jim -incluso podríamos pensar que lo castiga- sacándole el arma y dejándolo “desnudo”, en primer lugar, frente a la cita que tendrá con Claudia, y en segundo término, frente a su vida.
En la cita, Jim se sincera, dice que es el hazmerreír de todo el grupo y que perdió su arma, lo que lo hace un mal policía. Dice también que es muy inseguro y que no había salido con nadie desde su divorcio. Claudia aprecia su sinceridad, y le da un beso. La cita, entonces, opera de confesionario y este es el primer paso para el perdón.
Más tarde y gracias a la lluvia de ranas, Jim se cruza con Donnie, que está quizás en su punto más bajo, y decide ayudarlo pero sin juzgarlo, ya que omite el hecho de que estaba cometiendo un crimen. Jim opta por no arrestarlo sino llevarlo a devolver lo robado; enderezar su camino. De alguna manera, sobrevive a una de las pruebas que se le pusieron delante, por esa razón, una vez que Donnie confiesa y le dice la famosa frase: “Tengo tanto amor que no sé dónde ponerlo”, Jim comprende que su camino tiene nombre y apellido: Claudia Gator. Dios, entonces, lo recompensa y le devuelve su arma.
El monólogo que da Jim al final concluye la idea de aquel del principio, y cierra una película llena tanto de redención como de culpa, pero con una idea simple: perdonar es divino. Ahora bien, la pregunta, difícil por supuesto, es ¿qué podemos perdonar?, quizás el momento más filosófico de esta montaña rusa de emociones que es Magnolia, ya que vimos y experimentamos las situaciones de todos los personajes, y en todas ellas nos encontramos representados, en mayor o menor medida.
Como bien se dijo anteriormente en las otras entregas, Magnolia termina con una sensación de felicidad por un lado y de vacío por otro, ya que nos sentimos recompensados pero un poco desamparados al mismo tiempo. Quizás la grandísima emoción puesta en pantalla por Paul Thomas Anderson nos deja huérfanos frente a la vida, que irremediablemente sigue, pero con la noción de que hacer el bien sin lastimar a los demás es quizás la única cosa que nos llene el corazón y nos recompense devolviéndonos todo el amor que cultivamos, porque de eso se trata un poco la vida